Escribir, como pensar, no es fácil. El proceso mecánico de la escritura lo enseñan en la escuela, pero pocos aprenden realmente a escribir y muchos nunca aprenden a pensar. Escribir no es sólo dibujar grafías en un papel, o pulsar una serie de teclas de acuerdo con combinaciones predeterminadas por un código lingüístico para formar sintagmas y textos. Escribir es, principalmente, pensar. Puede hacerse de manera un tanto automática, como cuando hacemos una lista de compras o de cosas por hacer, pero aún en esos ejercicios tan profundamente mundanos se ve involucrada una buena dosis de pensamiento y reflexión.
La operación mental que resulta en la escritura tiene numerosos componentes que varían en función de lo que se escribe. Llenar un cheque, por ejemplo, implica pensar en números y no sólo letras, en la propia firma y, a veces, hasta balances financieros del tipo “si doy este cheque hoy y voy mañana a primera hora al banco a depositar, quizá no rebote”.
Cotidianamente escribimos emails, mensajes de celular, cartitas de amor, recados, memorandos, listas, recetas, tareas y mil cosas más. Todas ellas se escriben por un motivo que suele estar bastante claro, al menos para quien las escribe. Otras cosas, como esta que tienes en la mano, lector, lectora, se escriben por motivos que pueden resultar desconocidos al propio autor. ¿Por qué Capote escribió A sangre fría? ¿Por qué un escritor desconocido redacta una novela, sin saber si logrará verla publicada? ¿Cómo se escribe aquello que no va manchado por la obligación? ¿Cómo el novelista crea un universo y cómo lo va poblando? ¿Cómo el ensayista articula sus ideas y define sus opiniones? ¿De dónde, lector, lectora, vienen las ideas, los personajes, los lugares y los duelos?
Escribir por gusto responde a una de las necesidades básicas del ser humano: el placer. Pero quien escribe por placer aún debe encontrar ideas y palabras para expresarlas. Necesita inspiración.
Para los antiguos griegos, la inspiración era la capacidad de un poeta o artista para entrar en una especia de trance creativo: el furor poeticus, una especie de frenesí divino durante el cual la mente del artista sería habitada por los dioses y sus ideas. Para inspirarse, pues, había que llamar a las deidades, a las musas, para pedirles que con su aliento llenaran la cabeza de quien intenta crear algo. Otra idea griega planteaba que la inspiración se debía a un desequilibrio de los cuatro humores corporales. ¿Se trata, entonces, de un don que nos es entregado por los dioses, o del producto de nuestra química cerebral?
La idea moderna de inspiración es, sin embargo, más bien un producto del siglo XVIII. En plena Ilustración, John Locke creó un modelo de la mente humana que explicaba la inspiración como el resultado una serie de ideas encadenadas una a otra de forma tal que terminan por producir una nueva idea. Esta asociación de ideas sería, pues, un proceso natural aunque con cierta dosis de azar. Según el modelo lockeano, la frecuencia y magnitud con la que estas nuevas ideas se producen depende de la calidad de la mente de cada quien, aunque con algo de práctica puede desarrollarse.
Más tarde, Freud y otros psicólogos describieron la inspiración como parte de la psique del artista y especularon que podría ser resultado de conflictos psicológicos internos que no se han resuelto, de traumas de la niñez o incluso que viene directamente del subconsciente. Esta idea anidó en el movimiento surrealista y de él surgieron técnicas como la escritura automática y los cadáveres exquisitos, entre otras.
Quizá nunca quede completamente claro qué es exactamente la inspiración; lo que sí es seguro es que no es posible controlarla ni saber cuándo llegará. A las musas hay que esperarlas pacientemente.
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