Que ningún hombre es una isla, dicen. Y sin embargo todos nos hemos sentido como náufragos de vez en vez; como islas en medio de un mar de gente. La isla como metáfora nos permite explorar el miedo a la soledad, al aislamiento, o la posibilidad de libertad absoluta, de crear nuestras propias reglas lejos de las convenciones sociales que nos son impuestas y que no controlamos.
En el universo de los relatos ubicados en islas desiertas (que llamaré ‘íslicos’, haciendo caso omiso de las convenciones léxicas de nuestro idioma) no hay ninguno más emblemático o mejor conocido que Robinson Crusoe, novela de Daniel Defoe escrita hace ya algún tiempo, en 1719. No es este, desde luego, el único ejemplo. Pienso en La Familia Robinson, de Johann Wyss (1812), El Señor de las Moscas de William Holding (1954), y La Playa, de Alex Garland (1966), entre muchísimos otros. Estas novelas tienen en común no solo estar situadas en islas, sino haber sido llevadas al cine y la televisión; en el caso de Crusoe y los Robinson, incluso hay adaptaciones animadas para niños.
El tema de la isla desierta y las numerosas ramificaciones del mismo pueden observarse no sólo en la literatura, sino también en las tramas de películas y series de televisión que no están basadas en novelas ni cuentos. Basta recordar Náufrago, con Tom Hanks y dirigida por Robert Zemeckis, o la existosísima Lost, que en Estados Unidos recién terminó su tercera temporada. Está también La Isla de Gilligan, y la otra familia Robinson, la de Perdidos en el Espacio. Bueno, hasta la “reality tv” ha tocado el asunto con Survivor, que ya va por su décima edición.
En la mente colectiva todas las islas desiertas son tropicales, no solamente están inhabitadas sino que tampoco aparecen en los mapas, aunque por alguna razón suelen estar en la ruta de algún tipo de nave… un barco, en la mayoría de los casos, aunque en Lost el naufragio fue más bien un accidente aéreo. Lo importante no es tanto la ubicación de la isla o la forma en que los protagonistas de la historia llegan ahí, sino lo que sucede una vez que se ven atrapados en estas prisiones sin paredes, entre barrotes-palmeras.
Poner a sus personajes en una isla permite al autor obligarlos a crear una nueva sociedad. Y esa nueva sociedad puede ser de muy distintos tipos… puede ser hobbsiana y mostrar lo peor de la naturaleza humana, como en el caso de El Señor de las Moscas, que no por estar protagonizada por niños es en modo alguno inocente, o aparentemente utópica aunque con un fondo oscuro, como en La Playa. Es más, en Lost encontramos a dos personajes llamados John Locke y Danielle Rousseau, quienes comparten sus apellidos con los pensadores John Locke y Juan Jacobo Rousseau, cuyas obras de filosofía política tratan sobre la relación entre la naturaleza y la civilización, sobre los contratos que como individuos aceptamos tácitamente para pertenecer a la sociedad. Esa reflexión está, en mayor o menor medida, detrás de todas las historias de islas desiertas.
En oposición al resto de las narrativas íslicas, Crusoe está solo en su isla. En los 28 años que pasa en ella tiene encuentros con nativos y piratas varios, pero no comparte su vida con ellos y, en esa medida, la misión de Crusoe no es construir una nueva sociedad, sino a recrear la que ya conoce. Está solo, pero aún así no se atreve a desafiar el orden establecido, ni se le ocurre que puede cambiar las reglas o inventar las propias. Crusoe es espejo de la sociedad colonialista británica que en ese momento estaba en plena expansión. Y eso constituye otro de los leitmotifs de la ficción íslica: no importa si el protagonista es uno solo o un grupo numeroso, a fin de cuentas todas las historias encierran la idea del colonialismo, del triunfo del hombre sobre la naturaleza y de la civilización sobre lo salvaje.
En el universo de los relatos ubicados en islas desiertas (que llamaré ‘íslicos’, haciendo caso omiso de las convenciones léxicas de nuestro idioma) no hay ninguno más emblemático o mejor conocido que Robinson Crusoe, novela de Daniel Defoe escrita hace ya algún tiempo, en 1719. No es este, desde luego, el único ejemplo. Pienso en La Familia Robinson, de Johann Wyss (1812), El Señor de las Moscas de William Holding (1954), y La Playa, de Alex Garland (1966), entre muchísimos otros. Estas novelas tienen en común no solo estar situadas en islas, sino haber sido llevadas al cine y la televisión; en el caso de Crusoe y los Robinson, incluso hay adaptaciones animadas para niños.
El tema de la isla desierta y las numerosas ramificaciones del mismo pueden observarse no sólo en la literatura, sino también en las tramas de películas y series de televisión que no están basadas en novelas ni cuentos. Basta recordar Náufrago, con Tom Hanks y dirigida por Robert Zemeckis, o la existosísima Lost, que en Estados Unidos recién terminó su tercera temporada. Está también La Isla de Gilligan, y la otra familia Robinson, la de Perdidos en el Espacio. Bueno, hasta la “reality tv” ha tocado el asunto con Survivor, que ya va por su décima edición.
En la mente colectiva todas las islas desiertas son tropicales, no solamente están inhabitadas sino que tampoco aparecen en los mapas, aunque por alguna razón suelen estar en la ruta de algún tipo de nave… un barco, en la mayoría de los casos, aunque en Lost el naufragio fue más bien un accidente aéreo. Lo importante no es tanto la ubicación de la isla o la forma en que los protagonistas de la historia llegan ahí, sino lo que sucede una vez que se ven atrapados en estas prisiones sin paredes, entre barrotes-palmeras.
Poner a sus personajes en una isla permite al autor obligarlos a crear una nueva sociedad. Y esa nueva sociedad puede ser de muy distintos tipos… puede ser hobbsiana y mostrar lo peor de la naturaleza humana, como en el caso de El Señor de las Moscas, que no por estar protagonizada por niños es en modo alguno inocente, o aparentemente utópica aunque con un fondo oscuro, como en La Playa. Es más, en Lost encontramos a dos personajes llamados John Locke y Danielle Rousseau, quienes comparten sus apellidos con los pensadores John Locke y Juan Jacobo Rousseau, cuyas obras de filosofía política tratan sobre la relación entre la naturaleza y la civilización, sobre los contratos que como individuos aceptamos tácitamente para pertenecer a la sociedad. Esa reflexión está, en mayor o menor medida, detrás de todas las historias de islas desiertas.
En oposición al resto de las narrativas íslicas, Crusoe está solo en su isla. En los 28 años que pasa en ella tiene encuentros con nativos y piratas varios, pero no comparte su vida con ellos y, en esa medida, la misión de Crusoe no es construir una nueva sociedad, sino a recrear la que ya conoce. Está solo, pero aún así no se atreve a desafiar el orden establecido, ni se le ocurre que puede cambiar las reglas o inventar las propias. Crusoe es espejo de la sociedad colonialista británica que en ese momento estaba en plena expansión. Y eso constituye otro de los leitmotifs de la ficción íslica: no importa si el protagonista es uno solo o un grupo numeroso, a fin de cuentas todas las historias encierran la idea del colonialismo, del triunfo del hombre sobre la naturaleza y de la civilización sobre lo salvaje.
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